UNA MIRADA INTELECTUAL DEL CONFLICTO ESTUDIANTIL

Realiza una donación a la Enciclopedia Colchagüina para poder preservarla

 

Lunas de antaño

 

Por
Jorge Edwards  –  La Segunda online

 

Se
escucha, a la distancia, un ruido, un conflicto, una rabia callejera. A mí me
gustaría mucho entender. Tomaré vacaciones de invierno en Chile, en plena
canícula europea, y me dedicaré a estudiar el tema.

 

Uno
de los grandes pensadores liberales del siglo XX, ya no sé si Karl Popper u
otro, sostenía que el marxismo era la filosofía del conflicto, de la guerra
interna, y que había que pasar en los tiempos actuales a una filosofía de la
cooperación, del entendimiento. Los liberales de décadas recientes hacían la
crítica de las teorías de Carlos Marx, quien a su vez había hecho la crítica de
las nociones de libertad del siglo XVIII, de la época de la Ilustración y la
Revolución Francesa.

 

Pero
todo esto, como es natural, no se ve entre nosotros. Sólo se ve un ministerio
que trata de hacer las cosas lo mejor posible, dentro de las terribles
limitaciones que impone la realidad, y una masa estudiantil enrabiada y que no
quiere escuchar hablar de límites, de reformas posibles. ¿Será que siguen
enredados en la filosofía del conflicto?

 

Cuando
estaba en Cuba, en los comienzos remotos del año 1971, el embajador de
Yugoslavia, hombre de ideas, que antes había dirigido la principal revista
política de su país, me dijo: aquí no entienden que ninguna filosofía, por
sólida que parezca, dura más de cien años. Se refería, desde luego, a la
filosofía de Marx, y así lo insinuaba con su expresión, pero se abstenía
cuidadosamente de decirlo con todas sus letras. Me pregunto si los jóvenes
manifestantes chilenos de hoy entienden estos temas. Difícil, me digo, y
aspiro, por mi parte, a hacer un esfuerzo y entender. Habría que saber
abandonar la tendencia al conflicto y adoptar la teoría de la reconciliación.
Ahora bien, ¿cómo, con qué argumentos?

 

Jean-Paul
Sartre hablaba más o menos de lo mismo con Fidel Castro, en los primeros
tiempos de la Revolución Cubana. Fidel Castro había declarado que estaba
dispuesto a entregarle al pueblo cubano todo aquello que el pueblo le pidiera.
¿Y si le piden la luna?, preguntó, ni corto ni perezoso, Jean-Paul Sartre. ¡Se
las doy!, respondió Fidel. Sartre, que había descubierto el trópico, los sones,
los mojitos, quedó entusiasmado con la respuesta. Era un típico diálogo de
aquellos años: en apariencia, bonito; en el fondo, mentiroso, detestable.
Diálogo bobo entre personas inteligentes. Si el pueblo, la juventud, las
mujeres tejedoras de calceta, pedían la luna, lo único serio era explicarles
que la petición era imposible. Lo demás era sospechoso y a la larga se
revelaría como peligroso. Sartre o no Sartre.

 

Nosotros
tendemos a pensar en Chile que la cultura es accesoria, que no es parte de la
educación, que es un elemento añadido y superfluo. Nos parece, por otro lado,
que la educación es una enseñanza mecánica, cuestión de horas de clase, de
aprobar complicadas pruebas, de obtener diplomas llenos de timbres, de sellos,
de rúbricas. Yo hago grandes sacrificios, formo colas de veinte minutos, a la
intemperie, para entrar a exposiciones. Aquí se organizan exposiciones con
criterio pedagógico: enseñanza viva, plenamente vigente, en museos, en espacios
al aire libre. Los rostros de Cristo pintados por Rembrandt, sin ir más lejos.
Rembrandt tomaba de modelos a jóvenes judíos de los ghettos holandeses. Sus
Cristos eran cercanos, humanos: se movían por las esquinas disparejas de
Amsterdam, por callejones de Utrecht o de Harlem. Uno puede mirarlos durante
horas y hasta conversar con ellos con la imaginación. En una de sus
crucifixiones, el crucificado es bajo de estatura, casi deforme, y tiene cara
de perplejidad, como si se preguntara por qué le hacen lo que le hacen.

 

Me
consigo una tarjeta rompe filas, por la que pago la modesta suma de 66 euros
anuales, y entro a una completa exhibición de Edouard Manet en el Museo de
Orsay. Manet después de Rembrandt. No se trata de colocar un cuadro de Manet al
lado del otro: son explicaciones murales, cuadros de pintores contemporáneos,
antiguas fotografías, libros, cartas. Manet era un hombre robusto, de buena
figura, un tanto pelirrojo. Muestran un retrato maestro suyo por Fantin-Latour.
Después dedican un muro entero a la amistad entre Manet y Charles Baudelaire.
¿Por qué los llamaban poetas malditos?, me pregunta alguien. La respuesta es el
comienzo de una pedagogía y exige un poco de tiempo. Cuando alguien hace
preguntas, significa que no todo está perdido. Los estudiantes pueden protestar
y lanzar consignas en las calles, pero sería mejor que plantearan
interrogantes, por difíciles que sean, y que abrieran un libro de vez en
cuando. Que se preguntaran por qué hubo poetas malditos en la Francia del siglo
XIX y por qué ahora ya no los hay. O los hay de otra manera. El filósofo
español Fernando Savater leyó mi texto sobre Montaigne y me escribió para
proponerme un diálogo sobre Chateaubriand, escritor y diplomático. La cultura
es una cuestión de conversaciones, de interrogaciones, de cuestionamientos. Uno
lee crónicas chilenas y comprende, salvo raras excepciones, que la costumbre de
pensar se practica poco entre nosotros. Hay respuestas automáticas para casi
todo, y las preguntas faltan.

 

Podría
escribir largas páginas sobre la exposición de Edouard Manet, pero me limito a
mencionar una primera impresión. La pintura de Manet es tan intensa, tan
deslumbrante, tan revolucionaria, como la poesía de Baudelaire o de Jean-Arthur
Rimbaud. Yo soy otro, parece decirnos Manet. En El
almuerzo en el césped
hay un elemento que no se advierte si no se mira el
cuadro con la mayor atención: no sólo es la mujer desnuda junto a dos señores
vestidos, es el fondo de agua entre árboles y una figura femenina alegórica,
medio irreal, que parece surgir del agua. Y en el magnífico retrato de un
Emilio Zola joven, hay alusiones a toda la pintura que le interesaba a Manet:
estampas japonesas, un dibujo de la Olimpia del propio Manet, muy cercano de la
maja desnuda de Goya, un fragmento de los borrachos de Velázquez cortado por el
borde superior de la Olimpia. Los niños de los colegios pueden conocer o al
menos vislumbrar la relación de Manet con el mundo de Baudelaire, de Delacroix,
de Goya y Velázquez, incluso de Tintoretto. El espacio de un gran artista se
articula con el pasado y se abre al futuro. Es historia y desarrollo, difícil
de entender en los bancos escolares.




Total
0
Shares
Publicaciones relacionadas
Realiza una donación a la Enciclopedia Colchagüina para poder preservarla
error: Content is protected !!